La dificultad del precio profesional

Para muchos profesionales autónomos, aquellos en los que su trabajo contenga aspectos mecánicos y los creativos, lo de poner un precio comienza siendo complicado.

Algunos tienen la suerte de estar adscritos a colegios profesionales que, más o menos, pueden orientar sobre los rangos de precio entre los que moverse.

No hay unos límites precisos en el precio de muchos profesionales, y podemos contar con los dedos de la mano aquellos cuyo prestigio permite traspasar límites en los honorarios sin que se considere un robo.

Pero el problema no suele ser el profesional que se pasa varios pueblos y cobra, por ejemplo, un dineral por una web sencilla, o hace diseños que factura como si el mismo Dalí hubiera venido a hacer parte del trabajo.

No, de esos profesionales siempre hay un porcentaje inmóvil y casi fijo en todo sector. El reto viene del otro extremo, de quienes recurren al dumping personal empujados por la presión del cliente, que en ocasiones no valora ni conoce lo que el profesional aporta.

Así, se da una situación curiosa en la que muchas veces el cliente pide más de lo razonable por lo que está dispuesto a pagar, y el proveedor, el profesional que trata de vivir de su trabajo, intenta sacar un beneficio razonable una vez quitados sus costes.

Precio de amigo contra desconfianza

Pero sin contar con aspectos como puedan ser los ciclos macroeconómicos y la numerosa competencia entre la que se pueden encontrar allegados y familiares de los de «precio de amigo», hay siempre una evidente dificultad en tasar a la primera lo que el trabajo de uno vale.

Es más, es tan viejo que aparece a principios del siglo XVII nada menos que en Don Quijote, y na de las historias que recuerdo con más frecuencia cuando trato con clientes.

Se trata de una de las situaciones que Sancho Panza, colocado como gobernador de la Ínsula Barataria (ay, ese nombre, tan evocador), trata de resolver.

Como se sabe, el pobre Sancho se toma muy en serio su trabajo, pero el objetivo de los duques que lo han “promovido” a ese cargo, no es otro que el de reírse con los informes de sus supuestas necedades. Lo cierto es que Sancho usa sus pocas herramientas con destreza, demostrando que bruto sí que es, pero no tonto.

De todas maneras, Sancho es secundario a nuestro asunto, lo importante es uno de los casos que llega a juzgar.  Como escribo de memoria, confío en que se me perdonen las inexactitudes que puedan aparecer.

El caso

Ante Sancho llegan dos litigantes, que se acusan mutuamente de mala fe.  Uno de ellos, el cliente, encargó al otro, el profesional, la confección de una especie de gorro, y para ello el cliente proporcionó la tela.

Pero claro, el cliente desconfiaba, y en aquel entonces había pocas garantías para el cumplimiento de algunos trabajos, que se hacían sin contrato ni nada (¿nos suena?).

El cliente pensaba que el sastre podía hacer el trabajo (quizá ya tuviera referencias), pero temía que fuera capaz de quedarse con la tela sobrante, además de cobrar por su oficio. Se ve que eso era muy frecuente en su tiempo.

El cliente, que no tenía forma de supervisar el trabajo, temía que si el autónomo se quedaba con la tela sobrante, estaría pagando un extra que no correspondía. Además de perder el material.

Por eso, como nos suele suceder con el precio, decidió apretar. ¿Valdría el tejido entregado para dos prendas? El profesional miró el material y dijo que sí. Ahí se podría haber quedado la cosa, pero el cliente siguió presionando. ¿Y para tres, valdría?

A estas alturas, el sastre ya debía estar sospechando que el cliente era el que iba por el camino de ningunear el esfuerzo de los demás.

Sin duda debía estar ya irritado con tanta desconfianza, así que contestó afirmativamente: de aquella tela bien podrían salir tres prendas. A partir de aquí, la cosa entra en un ciclo en el que la cara dura y la falta de profesionalidad van de la mano.

El cliente exige ya cuatro, y después cinco prendas. Toma castaña. Y eso que ya era obvio que aquello no era posible. O, por lo menos, no lo era sin destruir el objetivo del trabajo y el rendimiento que del mismo pudiera sacar el sastre.

Para cuando se termina de encargar el trabajo, tanto el uno como el otro ya debían saber que la cosa pintaba mal para el resultado, pero siguieron adelante: el cliente apretando al profesional, y el profesional tratando de dar una lección al otro.

Finalmente quedan hechas las prendas, que el cliente no quiso pagar. Como era obvio, ya que con suerte se las podrían poner unas muñecas Nancy, dado su tamaño.

Visto el caso, Sancho condena y reprende a ambos.

Como era obvio, al cliente por pasarse con la exigencia hasta el punto de estar tratando de ladrón al otro. Y al profesional porque llega un momento en el que hay que advertir al cliente seriamente de que su demanda de dedicación, de tiempo, y de recursos, está poniendo en peligro el resultado del trabajo.

¿Dejarlo caer?

Y si el cliente persiste, me temo que hay que dejarlo caer, renunciar a aceptar el trabajo, ya que se pondrá en juego la propia reputación, y la marca personal.

No solo no se trata de aceptar lo que no es posible ejecutar, sino que, de aceptar las exigencias, se está siguiendo el camino de la tomadura de pelo.

Cuesta renunciar a un cliente, pero en ocasiones, toca hacerlo. En beneficio de todos.